Cuando la vieja de Atu llegó con el libro de Runas que había comprado en una góndola de supermercado me di cuenta del hambre de lectura que tenía. Lo agarré y pasé como una hora leyendo. Ni me interesaba el tema. Era el hecho de posar mis ojos sobre letras y dejar que el mundo a mi alrededor vaya saliendo de foco mientras mi mente entra a ese otro que me cuentan las palabras.
El viernes a la noche empecé Las viudas de los jueves y lo terminé recién, justo antes de entrar al laburo.