Un hombre pasa corriendo a gran velocidad por un callejón. Lo siguen de cerca un grupo de policías armados. Esquivando charcos dobla en una y otra de las callecitas internas típicas de la zona pobre de la ciudad. Mira rápidamente para atrás para calcular si todavía lleva ventaja y para sacudirse las gotas de lluvia y sudor de su cara. Es poca y cuando vuelve su vista adelante se da cuenta de que es nula porque está en un callejón sin salida. Los policías se agolpan por donde había entrado, la única vía de escape, y cargan ruidosamente sus armas a la vez que le apuntan. A matar, por la expresión de sus miradas. El hombre está jadeando enfrentándolos, su cuerpo erguido, su cabeza un poco inclinada y sus brazos flexionados a la mitad de su cuerpo. Aunque la lluvia ya cesó él sigue mojado y de su cuerpo caen gotas. Todas de agua salvo una de sangre. De la punta de su dedo. Y otra, y otra. Los policías lo notan con asombro y susto cuando el hombre levanta su cabeza al cielo con un grito desgarrador. Las manos se empiezan a agrietar, pedazos de piel y sangre, mucha sangre caen al piso. Huesos y sangre. De las manos ya no queda nada, el hombre sigue con su aullido casi animal, los brazos en la misma posición, con la carne a flor de piel, pero no hay hueso. Plateado, como de metal, donde debería estar el principio de su cúbito y radio hay un cilindro que brilla con los focos de las pocas luces que los iluminan. El hombre baja su cabeza para ver la cara de pavor de sus enemigos y el grito también baja su intensidad hasta convertirse en un gruñido felino. Y empieza a disparar.