Salí de adentro tuyo!
martes, febrero 15, 2005
 
El viaje

Un charco de agua. Otro. Uno al lado del otro. Jorge, el colectivero sabía que aunque su unidad estaba solamente a 20 metros se iba a ensopar. Se mandó igual. Odiaba cuando los días empezaban lloviendo porque tardaba en secarse sentado en el asiento de conductor. Lo bueno era que en la primera parte del recorrido no se subía nadie, así que podía escuchar música tranquilo, y hasta fumar.
Como parte de un ritual, se prendió un pucho, puso la radio, y por último encendió el motor. La lluvia hacía difícil la visión, pero él no era de distraerse, así que iba tranquilo. En la tercer o cuarta parada había alguien. Pensó que no encontraría a nadie con ese clima. Frenó y abrió la puerta. –Uno de ochenta-. Jorge apretó un botón en la consola y el pasajero metió las monedas en la máquina. Es increíble como todo se reduce a un código. A veces hay un "buen día", o un "hola", pero en definitiva todo está apuntado al "uno de...".
En la siguiente había más gente, como siempre. Primero subió una mujer. Jorge, el colectivero, la miró de reojo mientras subía la escalerita. Le llamó la atención los zapatos que llevaba. Estaban en sus últimas. –Uno de ochenta-, pidió también. Después venía un hombre alto, su cabeza casi tocaba el techo. Después entraron los demás. No se fijó en ellos porque ya estaban arriba y arrancó. El cantito era siempre el mismo, -uno de ochenta-. Algunos lo decían con más simpatía, otros seco. A veces aparecía un hola o un buen día, ya saben la historia. Habían 6 pasajeros en total. Lo sabía por la numeración de los boletos. Siempre se fijaba para ir llevando la cuenta. Además casi nunca se baja nadie hasta llegar a la estación de tren. Ahí podía bajar él también y fumarse otro pucho.
Otra parada, más gente. –Uno de ochenta, uno de ochenta. Siete, ocho. Todavía había asientos de sobra, sin embargo el hombre alto estaba de pie. Eso era algo que Jorge nunca iba a entender. ¿Por qué viajan parados cuando hay asientos vacíos? Odiaba a esa gente. En la parada siguiente había otro hombre alto. Estaba vestido parecido al que viajaba parado. Jorge se apostó a si mismo a que este también se iba a quedar parado. Frenó y lo miró subir apurado para no mojarse. Pidió uno de ochenta. El colectivero dejó de prestarle atención porque empezaba a aparecer el tráfico y con la lluvia se ponía difícil. Cuando miró atrás por uno de los tantos espejitos, se dio cuenta que había perdido su propia apuesta. Con trabajo pudo encontrarlo sentado en uno de los asientos del fondo.
Ya faltaba poco para la estación. El colectivo se había llenado un poco más, ya habían 19 personas. Obviamente sobraban asientos pero ahora además del alto había otro parado. –Que gente idiota-, pensó. En la última parada había una sola persona. Por ser en una avenida, tuvo que desacelerar rápido, y esquivar los otros colectivos que hay sobre la mano derecha. Escuchó que algunos pasajeros se quejaban por la frenada brusca. La persona de la parada tenía un sobretodo negro largo hasta los pies, con la capucha puesta para cubrirse de la lluvia. –les preocupa que esté mojada la calle, por eso se quejan-, pensó. Él estaba tranquilo, aceleró otra vez por la avenida. La persona subió las escalerrillas y pidió en voz un poco baja: -uno de veinte-. Jorge odiaba que no supieran los valores, uno de veinte no existía. Además sólo quería llegar para fumarse un pucho. Lo miró por uno de los espejitos preparado para explicarle de mala manera. Sin embargo no pudo ni abrir la boca. La persona repitió: -uno de veinte-. Esta vez lo miró a Jorge a los ojos, y éste pudo distinguir lo que en un primer momento pensó que era una pesadilla. En el espejo pudo ver reflejada a la muerte que lo miraba a los ojos. El viaje duró sólo un instante más. El segundo que tardó Jorge en volver a mirar adelante para ver que estaba fuera de su carril y que se le venía un auto de frente a toda velocidad.
 
Posteo, luego existo.

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